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Y si Vasili Zaitsev hubiese sido estadounidense...

Todos conocemos  la historia de Vassili Zaitsev, el francotirador ruso más épico (gracias en parte a la propaganda soviética y en otra parte al poder de Hollywood) del ejercito rojo ¡o al menos en la 2GM! Pero, y si hubiese habido un francotirador similar en el ejercito yankee...

Pall Mall, Tennessee, una noche de 1912. El alcohol y la sangre suben, y una vez más, como casi siempre, Alvin Cullum York se lía a trompadas.

Nacido el 13 de diciembre de 1887 y granjero como su padre, William Uriah, muerto un año antes, y tercero de los once hijos del matrimonio, apenas ha ido a la escuela. Pobres, todos los hermanos trabajan la tierra desde niños: los dólares no nacen en los árboles…

Dos de los hermanos se casan, Alvin queda como cabeza de familia, y debe trabajar y sudar como un buey para llevar comida a la mesa. Además de arar y sembrar, es obrero del ferrocarril y leñador.

Dos famas tiene. Una a favor –serio, formal, sacrificado– y otra en contra: borracho y pendenciero, no le ahorra lágrimas a su madre, devota de un culto metodista, porque también ronda entre putas y burdeles. Pero, para completar su retrato, es dueño de una destreza sin fallas: puntería asombrosa, que usa para cazar pavos y patos.

Casi al morir 1914 –la primera gran guerra ha empezado el 28 de junio–, en la habitual trifulca de la taberna corre sangre: muere de un balazo uno de sus mejores amigos.

Como si lo hubiera alcanzado un rayo, olvida el alcohol, jura no volver a pelear, se acerca a la iglesia, y su primer libro es la Biblia. El timón del destino vira para siempre…

Lo llaman a las filas. Se niega, declarándose objetor de conciencia. Pero no logra evitar que lo alisten en el 328º. Regimiento de Infantería y lo envíen al campo de entrenamiento bélico de Camp Gordon, en Georgia, corazón del sur norteamericano.
Asombra en los ejercicios de tiro. Diez tiros, diez centros en el blanco, aun a máxima distancia.

Una mañana lo citan a comparecer ante el capitán Edward Danforth, jefe de la compañía, y el mayor George Edward Buxton, jefe del batallón. Hay registros de sus largas charlas…

Buxton: –¿Por qué se niega a combatir?
York: –Porque soy cristiano, y mi religión prohíbe matar. Lo dice la Biblia…
Danforth: –Se equivoca. En Lucas 22:36 se lee: "Y el que nada tenga, que venda su manto y compre una espada".
Buxton: –Juan, en 18:36, cita a Cristo: "Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían".
Danforth: –Y Ezequiel, en 33:6, es bien claro: "Si el centinela ve que se acerca el enemigo y no toca la trompeta para prevenir al pueblo, y viene la espada y mata a alguien, esa persona perecerá por su maldad, pero al centinela yo le pediré cuentas de esa muerte".

Alvin empieza a ceder, y Danforth y Buxton lanzan la estocada decisiva:
–En esta guerra está en peligro nuestra patria. La patria del soldado es sagrada, y debe ser defendida matando o muriendo.
Alvin se rinde…

Su unidad parte para Francia, desembarca el 21 de mayo de 1918, combate en la batalla de Saint–Mihiel entre el 12 y el 15 de septiembre, y el 8 de octubre marcha hacia el pueblo de Chatel–Chéhéry. Allí, la compañía en la que sirve Alvin avanza siguiendo la vía ferroviaria de Deauville…, hasta que la frena una lluvia de balas de ametralladora que parten de un nido alemán oculto en una colina.

Hay muchas bajas. Un sargento, tres cabos –York, recién ascendido, entre ellos– y trece soldados rasos reciben la orden de atacar esa posición y silenciar a las ametralladoras: no menos de treinta y seis que siguen escupiendo fuego…

Cumplen: toman por sorpresa a un pelotón enemigo y cobran prisioneros. Pero suena otra sinfonía de metralla, y de los diecisiete hombres mueren seis y caen malheridos tres.

Alvin, como único oficial en pie, ordena a sus siete soldados que retengan a los prisioneros y atiendan a los heridos, y sin más compañía que su fusil M1917 Enfield se desliza como una serpiente hasta la retaguardia, y como si estuviera en su granja cazando pavos… abate a un alemán por tiro.

Su fusil queda vacío, y seis soldados enemigos lo atacan a punta de bayoneta. Pero les gana de mano. A velocidad de relámpago saca su pistola Colt 45 modelo 1911 de ocho balas y liquida a los seis. El objetor de conciencia es, en esa situación límite, un ángel exterminador. Y sigue disparando sin errar. Antes de apretar el gatillo moja con saliva la mira, "para opacar su brillo bajo los rayos del sol, porque esa señal delataría mi posición".

A cambio, mientras apunta, imita la voz gutural que usaba en su tierra para atraer a los pavos… Veinte o más alemanes caen muertos. El tirador no lleva la cuenta. Una bandera blanca –rendición– se agita atada a un palo. El teniente al mando, Paul Jürgen Vollmer, grita:
–¡Por favor, no disparen más! ¡Nos rendimos!

Usa el plural. Jamás creería que su derrota es obra de un solo hombre, y menos de un granjero. Alvin llama a los suyos, se pone a la cabeza, y captura a 132 alemanes: 128 soldados y cuatro oficiales.

Al otro día, cuando su grupo ocupa el nido alemán, hace el recuento exacto: 28 alemanes muertos y 35 ametralladoras abandonadas. Cantidad de disparos del ahora sargento York (ascenso inmediato): ¡28!

Algo más tarde, el 18 de noviembre, se anuncia el fin de la guerra, y el 28 de junio de 1919 se firma el armisticio en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles, y al otro día empieza la leyenda viva del hombre que no quería matar. Le cuelgan en su pecho la Medalla de Honor y la Cruz de Servicios Distinguidos de su país, la Croix de Guerre y la Legión de Honor francesas, la Croce di Guerra italiana, y la Medalla de Guerra de Montenegro. Con casi cincuenta tributos, es todavía el soldado norteamericano más condecorado de la historia.

En una entrevista de 1919, un general le pregunta "¿Cómo lo hizo", y le arranca una respuesta mística:

–Un poder mayor que el del hombre me guiaba, me vigilaba y me decía qué hacer…

Sin embargo, más allá de la hazaña y de las medallas, el público norteamericano apenas se enteró de la existencia del sargento York. Recién el 26 de abril de 1919 un ex corresponsal de guerra, George Patullo, publicó una nota en la revista Saturday Evening Post que desató una avalancha sobre el héroe. La Tennessee Society (nativos de ese Estado residentes en New York) lo homenajeó con un banquete y una visita al Capitolio de Washington. Licenciado del ejército, el 7 de junio se casó con su novia eterna, Gracie Loretta Williams.

Durante su paso por New York lo abrumaron con propuestas publicitarias para vender desde sábanas y frijoles hasta refrigeradores y café…, pero a pesar de la fortuna que prometían, las rechazó. En cambio, hombre sencillo y de alma noble, apoyó causas benéficas y proyectos de bien público. Por caso, la construcción de una ruta en Tenneessee que se llamó Autopista Alvin C. York, hoy la Route 127, una fundación con su nombre para que jóvenes sureños sin recursos pudieran estudiar. Y en New York pidió el privilegio… ¡de viajar en subte! Medio del que ignoraba su existencia. Lo acompañó el congresista Cordell Hull –ya había recibido las llaves de la ciudad–, y tomó un café en el mítico Waldorf Astoria, sin deslumbrarse demasiado ante el lujo…

Al empezar la Segunda Gran Guerra quiso alistarse, pero tenía 54 años, obesidad, artritis y diabetes: nada quedaba de aquel ágil cuerpo, vista de águila y puntería que, según él, era "un don del Cielo". Como premio, el ejército lo elevó al rango de coronel, lo destinó al Departamento de Comunicaciones, y le pidió propalar discursos a las tropas. Palabras con un lei motiv: su relato del gran momento. Éste:

"No tuve tiempo de esconderme detrás de un árbol o de perderme entre la maleza. Ni siquiera tuve tiempo de arrodillarme o acostarme. No tuve tiempo de hacer nada más que ver las ametralladoras alemanas y dar lo mejor que tenía. Cada vez que veía a un alemán, lo bajaba. Al principio estaba disparando acostado, como lo hacía en los concursos de tiro en las montañas de Tennessee. Era la misma distancia, pero pero los objetivos eran más grandes: simplemente no podía fallar al disparar a la cabeza o al cuerpo de un alemán. Y no fallé…"

A regañadientes, aprobó dos libros sobre su vida. Uno, de 1922, fue un fiasco: lo juzgaron "superficial y populista". El otro, de 1938 y escrito por un veterano de guerra, Tom Skeyhill, se basó en el diario que Alvin escribió desde el llamado a las filas hasta su adiós a las armas.

Por supuesto, el cine no podía perderse semejante historia sobre el mito del héroe solitario: tema inagotable desde el fondo de los tiempos. Alvin se negó, salvo que le permitieran elegir el actor que lo encarnaría. Y apuntó a su ídolo: Gary Cooper.
 
Alvin York logró que su actor preferido, Gary Cooper, lo interpretara en el cine. La película –El sargento York, 1941, dirigida por Howard Hawks– tuvo once nominaciones al Oscar, y ganó dos: Cooper como mejor actor, y montaje.

 

Vía infobae.com